El primer día del festival de Glastonbury comenzó, para mí, con una excursión al West Holst, el escenario donde se concentra lo mejor de la World Music –los sonidos de diferentes etnias del planeta- y que, de yapa, siempre agrega músicos contemporáneos originales del campo del pop, el soul, el jazz, el reggae y la electrónica, por citar cinco géneros que desfilan a menudo por este escenario. Me sedujo desde el vamos el pulso de Afro-beat de Nubiyan Twist, banda con base en Londres conformada por músicos locales y también por hijos de inmigrantes de las ex colonias británicas. Un combo poderoso, con tres saxos bien al frente, bajo, batería, percusión y las contrastantes y complementarias voces de Cherise Adams Burnette y Nick Richards, que es, además, uno de los saxofonistas. En el mismo escenario le siguió la cantante y compositora de origen pakistaní Arooj Aftab. Acompañada por dos virtuosos músicos en guitarra y violín, Arooj presentó su último álbum, “Vulture Prince”, con un repertorio al que definió “canciones de amor y desamor para darle un buen nombre a la tristeza”, o algo a tal efecto. Temas sinuosos y con un halo de misterio, que traen la melancolía a flor de piel y resultan irresistibles.
Glastonbury siempre tiene un rincón especial para las bandas que se vienen con todo y las palmas del viernes se las llevó Wet Leg, banda oriunda de la Isla de Wight, fundada por Rhian Teasdale y Hester Chambers, ambas vocalistas y guitarristas. Su single debut, “Chaise Longue” fue un hit que se viralizó en 2021 y su álbum debut, con el nombre de la banda como título debutó en el número uno en el ranking de álbumes del Reino Unido y de Irlanda. Su recital en The Park fue colmado desde rato antes de su salida al escenario. Otro grupo que anduvo muy bien, en el mismo escenario, fue Dry Cleaning. Originario de Londres, el trio navega un rock oscuro, con letras profundas y una cantante, Florence Shaw, que tiene un estilo vocal casi recitativo, a la manera de Laurie Anderson, seductor y misterioso al mismo tiempo.
El plato fuerte de la tarde en la Pyramid Stage prometía ser el recital de Robert Plant y Alison Krauss y los que apostaron a la fija ganaron. Y en este caso sí ganaron mucho, porque la música actual del ex Led Zeppelin, combinada con la voz y el talento al violín de la artista estadounidense de música country, bucea en las raíces del folk, el blues, el rockabilly y, claro, el country, para elaborar un repertorio sólido y atractivo, que fue seduciendo al público desde el vamos. Naturalmente, el encanto aumentó cuando encararon, con nuevos arreglos, algunos clásicos del repertorio de la famosa ex banda de Plant, como “Rock and roll”, “When the levee breaks” y una deliciosa y fiel recreación de “The battle of Evermore”, aquella canción que Plant cantó originariamente con la cantante de Fairport Convention, Sandy Denny, cuya parte vocal es aquí recreada a la perfección por la Krauss.
El día de las chicas empoderadas continuó con Phoebe Bridgers y aquí la sorpresa fue la forma en que el público abarrotó la carpa John Peel, con tal entusiasmo que terminaron coreando prácticamente todas las letras de la cantautora estadounidense, quien presentó una banda compacta con arreglos que podríamos bautizar como “rock de cámara”, por su esbelta belleza y profundidad. Pasamos al Other Stage y a la contundente presentación de St. Vincent, artista que tiene la originalidad de reinventarse en imagen, arreglos e instrumentación con cada álbum que edita o gira que realiza. Esta vez se presentó con una contundente banda rockera y, además, con tres chicas que brindaron sus coros a la parte más soul y funky de su repertorio, que giró en torno a su más reciente álbum, “Daddy’s Home”. Y justamente, uno de sus clásicos, “Melting like the sun” concluyó el recital ante una ovación colectiva.
El resto de Glastonbury se preparaba para la actuación de la “cabeza de serie” de la noche del viernes: Billie Eilish. Con una audiencia calculada en más de 50.000 personas, Billie hizo lo que mejor sabe: comunicarse. Pronto, sus melodías y sus letras sensibles convirtieron la gigantesca Pyramid Stage en la platea de un pequeño teatro, tal el carácter íntimo y la empatía que el peculiar carisma de Eilish desata en sus fans. Una hora y media más tarde, la gente seguía prendada de su singular encanto y el tiempo parecía estar en suspensión.
Glastonbury siempre ha sido un festival con un carácter propio. Además de la música superlativa, hay una vibración que flota por encima de la Worthy Farm de Michael Eavis, y es la de pasarla bien con los semejantes. Un sentimiento de cosa compartida y de comunidad que hoy en día, más que nunca, es un bálsamo para las quemantes cuestiones planetarias que comprometen el presente y el futuro. Los rostros felices de la gente que va de escenario en escenario, que se detiene un rato para compartir una comida y un trago con sus semejantes, que prolonga la noche conversando entre las carpas, toda esta gente merece que haya esperanza. La seguimos bien pronto.