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Por Alfredo Rosso (Parte 2).

CHARLY A LOS 70: Say much more!
(Leé la primera parte del artículo acá)

La Era Serú Girán

     Tardé años en descubrir el simbolismo de la tapa de Películas, segundo álbum de La Máquina de Hacer Pájaros, con Charly y los demás músicos saliendo de un cine donde proyectaban el film “Trama Macabra”, de Alfred Hitchcock. Esa trama macabra se estaba desarrollando, precisamente, en la Argentina del Proceso militar en pleno 1977, pero ni siquiera esa situación extrema pudo detener al rock. Me da pena la miopía de quienes –con el resultado del lunes, además- pretenden tomarle examen al rock argentino de esos tiempos, sugiriendo que el rock no adoptó una “posición más radicalizada” frente al atropello no solo a los derechos humanos, como está debidamente documentado, sino a la libertad de la ciudadanía toda. Lo que estos críticos –muchos de ellos todavía jugando con plastilina en Salita Naranja cuando esto acontecimientos sucedían- olvidan es que entre 1976 y 1983, el mero hecho de estar involucrado en un quehacer musical, artístico, literario, ya era de por sí una forma real de resistencia frente al oscurantismo del Proceso, frente a la censura que lo cubría todo, pero –además- una resistencia para intentar superar el miedo, el desánimo y su macabra consecuencia, la parálisis existencial.

     En 1978 Charly García decide dar otro volantazo musical y, siempre en la búsqueda de nuevos caminos para seguir expresando su pulsión artística, convence a David Lebón y recluta también a Pedro Aznar y Oscar Moro para fundar Serú Girán.

    Serú Girán aparece en la escena nacional en donde la risa, el gesto espontáneo, la visión ambigua de la realidad y el libre debate de ideas habían sido suprimidos de cuajo. Todavía faltaban varios años para que se supieran los detalles más truculentos de desaparecidos y chupaderos, pero flotaba en el aire la sensación de un país sitiado por su propio ejército de ocupación. La peor represión, sin embargo, es la que uno va internalizando sin darse cuenta. En aquel entonces, que un músico se moviese demasiado sobre un escenario lo hacía acreedor, a menudo, a las burlas y denostación de su público. “¡Cirquero! ¡Quedate quieto y tocá!” es una frase que Charly debe haber escuchado más de una vez. Pero pocas veces la mala vibra de una audiencia se convirtió a tal punto en protagonista estelar de un evento como en el llamado Festival para la Genética Humana que tuvo lugar en el Luna Park en 1978 y que marcó el debut de Serú Girán en nuestro medio. La intolerancia ya había boicoteado el set de grupos como Horizonte –que quiso amalgamar rock y folklore dos décadas antes de que se volviese cool- y de los brasileños Casa Das Maquinas, que se volvieron a su tierra con una colección de aquellas pilas medianas que cargaban los grabadores de entonces. Después de quién sabe cuánto tiempo le tocó el turno de tomar el escenario a García, Lebón, Aznar y Moro, recién llegados de Buzios, donde habían puesto los toques finales de su primer disco.

     El shock de la banda no pudo ser mayor. Aunque Brasil estaba también bajo un régimen militar, el clima de Buzios, donde fue concebido el álbum debut de Serú Girán, era mucho más descontracturado que la olla a presión argentina de entonces. Serú llegaba con una dirección musical centrada en canciones de buenas melodías, letras sensibles y armonías vocales cuidadosamente trabajadas, mientras que buena parte de la audiencia todavía soñaba con el blitzkrieg sinfónico de La Máquina de Hacer Pájaros.

     El grupo tuvo su parte de responsabilidad en la debacle, también. El set fue corto y distante y el tema elegido para concluir, “Autos, jets, aviones, barcos” debe haber sonado como una afrenta ante quienes, justamente, no tenían la posibilidad de elegir esa vía rápida para salir de la pesadilla que compartían por aquel entonces veinticinco millones de conciudadanos. “Por el Ecuador, el trópico, el sol saluda a nuevos vagabundos / es que en tierra nadie queda / la verdad es que se está yendo todo el mundo…” Sonaba duro, sonaba cruel, pero era lo que estaba sucediendo, no sólo en Argentina y Brasil, sino también en el Chile de Pinochet y el Uruguay de Bordaberry, donde la imaginación popular graficó el éxodo masivo con una frase que luego tuvo copiones fronteras afuera: “Borda… el último que salga que apague la luz de Carrasco…”

     El enamoramiento del público argentino con Serú Girán fue lento a la vez que progresivo. Pronto tuvieron un primer álbum sobre la mesa, inaugurando las operaciones del sello Sazam, un disco donde el cúmulo de estímulos sorprendía ya desde el tema que lo iniciaba, “Eiti Leda”; un nuevo arreglo del “Nena”, creado en los días de Sui Generis. Matizado con los arreglos orquestales de Daniel Goldberg, el piano de Charly, la guitarra funky de David y el omnipresente bajo de Pedro se repartían los pasillos instrumentales de una historia de amor en una ciudad que se ha vuelto ajena, entre autopistas con infinitos carteles que no dicen nada, donde el protagonista imagina con melancólico anhelo “el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados…” Similar intimación de Paraíso Perdido ensaya David Lebón –ya sin ambigüedades- en “El mendigo en el andén”, un menesteroso enamorado cuyo habitat es un pueblo fantasma “donde nunca pasa el tren”. Si esta imagen resulta coherente con la de un país espectral en el que se había interrumpido el libre tránsito de las ideas, es comprensible que algunos sólo busquen la evasión de la noche frívola, como la protagonista de “Seminare”, a la que Lebón le advierte, con un delicioso tono a mitad de camino entre la resignación y el despecho: “esas motos que van a mil / sólo el viento te harán sentir / nada más…”

     Es interesante, también, ver cómo Serú Girán se ve a sí mismo, a través de dos temas que rara vez contemplan los comentarios de la prensa ni las antologías. La melancolía del brevísimo “Separata” y el rock and roll falsamente fiestero de “Voy a mil” hablan en esencia de lo mismo, del nuevo status profesional adquirido por nuestros músicos, el cual no los libra de las obvias trampas de su entorno, desde las presiones y expectativas de su público, hasta un productor que les paga en “especies” que los tienen siempre a mil, como el conejito de la propaganda de pilas.

    Serú Girán rompe el limbo de aquel confortable útero brasileño de Buzios que lo vio nacer cuando decide remontar las iniciales críticas negativas a pura música. Una seguidilla de shows de dientes apretados y aplastante técnica se suceden en la temporada 1978-79 en el Teatro Astros primero y en Auditorio Buenos Aires después. Para todo el que quiera escuchar, ya es obvio que no hay un solo grupo en Buenos Aires que suene con la justeza instrumental, la riqueza de voces y los sofisticados arreglos que exhibe el cuarteto. Faltaba no obstante, el testimonio discográfico que los ubicase en una liga diferente. Que uniese la maestría musical a un mensaje urticante. Eso fue La Grasa de las Capitales.

     Difícil concebir un epitafio más rotundo a la concepción de mundo de los dorados ’60 que esa estrofa inaugural del disco con los músicos cantando a capela: “¿Qué importan ya tus ideales? / ¿Qué importa tu canción? / La grasa de las capitales cubre tu corazón…” Después, sobre la hecatombe de un rock encabritado, Charly trazaba un minucioso destripado de una sociedad caída, más que en desgracia, en… grasa. Bajo la monocromática Pax Processus florecían las revistas semanales como la que emula la tapa del disco, asegurándole a un público goloso e indiferente que éramos “derechos y humanos”. Sus páginas también destacaban la nueva aristocracia de las modelos fashion, íconos de la naciente década hedonística. Las radios empezaban a hablar de sus programas en términos de “formato” y la televisión esculpía el modelo de los Campanelli como metáfora de la familia tipo argentina: ruidosos, atropellados y bastante boludos pero, eso sí, ¡qué tiernos!

     En el libro de George Orwell 1984 el protagonista Winston Smith –cuyo espíritu preguntón y disidente es la raíz de su eventual condena- se pregunta cómo puede ser que el modelo de ciudadano ideal que fomenta el Gran Hermano propugne cuerpos esbeltos dignos de Adonis, cuando la realidad de la calle muestra físicos enjutos y esqueletos más típicos de escarabajos que de seres humanos. De un modo análogo debemos comparar las postales con el sello de aprobación oficial que mostraban multitudes sonrientes y blanquicelestes, asoleándose con el blasón del reciente campeonato mundial conquistado, en franco contraste con la oscuridad interior que describe Serú Girán en “Noche de perros”, canción que expresa como ninguna la tétrica sensación de sentirte un extraño en tu propia tierra: “…vas perdido entre las calles que solías andar / vas herido como un pájaro en el mar…”

     El atractivo de la frivolidad es su falta de forma. Es un maquillaje ideal para ponerse cuando no hay un norte existencial al que apostar a largo plazo. Serú Girán se despachaba a gusto sobre la frivolidad musical en “Frecuencia modulada” y hasta blandía un dedo acusador al que alguna gente podría tachar de misógino en la deconstrucción del personaje femenino que hace Charly en “Perro andaluz”, pero no se puede aminorar de ninguna forma el golpe letal de “Viernes 3 A. M.”. Como un epitafio anticipado en dieciséis años a la auto-inmolación de Kurt Cobain, Charly trazaba minuciosamente la breve carrera de un idealista que fue mudando de piel hasta cambiar tiempo, amor, música, ideas, sexo y Dios, hasta quedar arrinconado por sus propios límites y su propia frustración. Encerrado ante la única salida, final y desesperada, con un corolario de “hojas muertas que caen…” Los que no pueden más, se van. Lacónico y lapidario. Pero fueron también muchos los que pudieron y se quedaron. Para disfrutar del “deme dos” del veranito soleado de clase media argentina que inauguró el ministro José Martínez de Hoz. No tendré utopías pero tengo televisión color.

     Bicicleta trae un cambio de táctica. Cuando sale en 1980 Serú Girán es masivo, como atestiguaría su presentación multitudinaria en Obras Sanitarias, con lujosa escenografía de Renata Schussheim. El cambio de táctica comienza por una música más suelta y espaciosa y unas letras que ya no ponen tanto el énfasis en la primera persona y se ponen mordaces contando historias. Viñetas como la de los viejos tangueros que inevitablemente salían por la pantalla chica en el programa “Grandes Valores del Tango” y que –en aquellos tiempos era políticamente correcto- denostaban al rock –una competencia cada vez más molesta- cada vez que tenían un micrófono a mano. “A los jóvenes de ayer”, les daba para que tengan, con filosa ironía, enrostrándoles su anacronismo y su falta de audacia artística. Pero Charly, cebado, no era mucho más generoso cuando se sentía él mismo el blanco de la crítica generacional. El tiempo le daría la razón pero en aquel entonces “Mientras miro las nuevas olas” sonaba un poco autoindulgente al manifestar “mientras miro las nuevas olas / yo ya soy parte del mar…”

     El Charly García más enfocado y comprometido encontró el camino hacia la denuncia más clara y literariamente elegante de los crímenes de la dictadura utilizando una metáfora Lewiscarrolliana. No era algo nuevo dentro del rock: Grace Slick se había valido ya de las correrías surrealistas de Alicia en el País de las Maravillas para evocar un viaje de LSD en “White rabbit”, de Jefferson Airplane, pero nadie había echado mano todavía al escritor inglés decimonónico para elaborar una parábola tan exacta y aterradora sobre los asesinatos, la desinformación y la sistemática negación de los desaparecidos que campeaba oronda por los despachos oficiales del Proceso. “…No cuentes lo que has visto en los jardines no tendrás poder / ni abogados / ni testigos…un río de cabezas aplastadas por el mismo pie / juegan cricket bajo la luna / estamos en la tierra de nadie, pero es mía / los inocentes son los culpables dice su Señoría, el rey de espadas…”

     Es interesante ver cómo Serú Girán no se agota en su faceta testimonial pero al mismo tiempo jamás la sacrifica ni la oculta. La excelencia musical de Bicicleta, por otra parte, parece algo que les sale naturalmente a los cuatro músicos. Los remolinos Piazzollianos al principio de “A los jóvenes de ayer”, las armonías a tres voces, los diálogos instrumentales… todas las pistas sugieren un meticuloso trabajo de composición y de arreglos pero, a despecho de la complejidad alcanzada en estudio, no hay nada que Charly, David, Pedro y Moro no puedan repetir con igual aparente simpleza sobre el escenario. El ’80 es el año del encuentro triunfal con el Jade de Luis Alberto Spinetta en Obras Sanitarias –en principio, para desmentir un brulote pueril acerca de una supuesta enemistad entre los dos popes máximos de nuestro rock- y también de un muy digno pasaje de Serú por el Maracanazinho de Rio de Janeiro en ocasión del Festival de Jazz internacional celebrado allí. Serú toca con su habitual aplomo pero la hora -3 de la tarde- no es la mejor y el repertorio algo “down” para la efervescencia carioca. También sirve para hacer buenas migas con los músicos de “allá”, que por entonces parecían estar mucho más lejos. Conocen a Jaco Pastorius (por entonces en Weather Report) y a Pat Metheny, un músico que sería importante para los pasos futuros de Aznar post-Serú.

     Toda banda gana en estatura cuando en ella hay dos polos de poder y en Serú Girán la figura de David Lebón siempre fue el contrapeso justo para la exuberancia de García. El pathos en la voz de Lebón ya le había brindado una dimensión diferente a temas como “El mendigo en el andén” o “Noche de perros”. En Bicicleta, David surge en un nuevo plano de conciencia existencial dentro de la banda. En medio del vértigo de un grupo que pasa por su mejor momento de popularidad, con las habituales prebendas que otorga el escalafón rockero, Lebón acuña temas como “Cuanto tiempo más llevará”, donde propone un cable a tierra frente a los mareos que acechan en las alturas de ese particular Olimpo: “…ilusiones, letras de cristal, simulando que sabés adonde estás… y con el tiempo, la magia de estar aquí / vas suponiendo que sabés adónde debes ir / cuanta ignorancia corre por tu cuerpo hoy…” En el mismo disco está “Encuentro con el diablo”, a dúo con García, un tragicómico relato del intento del Proceso de ganarse la confianza de los jóvenes, mediante una convocatoria a sus ídolos rockeros: “…Nunca pensé encontrarme con el jefe / en su oficina de tan mal humor / pidiéndome que diga lo que pienso / qué pienso yo de nuestra situación…”

     Esa búsqueda existencial de Lebón daría el tono de dos de las mejores canciones del siguiente disco de Serú Girán, Peperina. Una de ellas, “Parado en el medio de la vida”, con un título que lo dice todo, David la hace solito. La otra, “Esperando nacer”, con Charly. Ambas son emblemáticas de un disco que se plantea un renacimiento, como si Serú Girán se negase –años antes de la inmortal frase del Indio Solari- a que se consumara un último secuestro, el de nuestro estado de ánimo. El mensaje tácito del disco es que llegó la hora de soltar lastre. El lastre de las ilusiones hipponas (“Peperina”) pero también el de la ilusión del hiper-consumo acuñado al sol del veranito del dólar barato que había ventilado Martínez de Hoz (“José Mercado”). El lastre mayor, sin embargo, parece ser la melancolía. El peor alineamiento astral se produce cuando la realidad claustrofóbica de afuera se mezcla con la cerrazón de adentro y Charly, en “Salir de la melancolía”, echa mano a una de las mejores melodías de Peperina para hablarle a un manipulador amoroso con el tono cariñoso que se le reserva a un amigo : “…Rompe las cadenas que te atan a la eterna pena de ser hombre y de poseer / es un paso grande en la ruta de crecer.” Charly siempre parece tener un poco de realismo mágico de reserva en sus alforjas y aquí aflora en dos canciones de especial belleza, “En la vereda del sol” y “Cinema verité”, que nos remite a otra de sus típicas viñetas hollywoodenses, esta vez con un set armado en alguna playa exclusiva del Cono Sur.

     La consecuencia lógica de esta nueva cruzada temática en pos de levantar el copete colectivo fueron dos temas nuevos que Serú Girán estrenó en sus recitales triunfales del Teatro Coliseo, en la Navidad de 1981 y que –pocos lo sabían en ese momento- serían el canto del cisne para el cuarteto de García, Lebón, Aznar y Moro. No era difícil adherir a ese sentimiento de hartazgo para con la tristeza, con la fijación en el bajón, y rescatar, a través de Charly, esa bronca que ya empezaba a ganar las calles, esas ganas de tener una alegría que García tan bien expresaba en “No llores por mí, Argentina” y “Yo no quiero volverme tan loco”, que a cargo de Serú tiene el ritmo de rock maníaco que necesita su letra: “…voy buscando el placer de estar vivo / no me importa si soy un bandido / voy pateando basura en el callejón…”

     Algunos se rasgaron las vestiduras con el final supuestamente abrupto de Serú en marzo del ’82, precipitado por la decisión de Pedro Aznar de viajar a Estados Unidos para unirse a las huestes de Pat Metheny. (Diez años después hubo repechaje, pero la reunión no dejó poder residual más allá de los shows masivos y de un disco de estudio más interesante por su fuego disfuncional que por el escaso esfuerzo de grupo.)

     Si lo vemos de cerca, no obstante, comprobaremos que el Serú Girán original se separó en el momento justo, tras haberle dado a nuestra música popular uno de los grandes repertorios de toda su historia. Charly García, David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro se despidieron después de haber descripto una parábola perfecta, tras erigirse en un referente crucial de arte y de resistencia en un período donde –en el sentido literal y espiritual- lo que estaba en juego era la supervivencia, lisa y llana, de toda una generación.

 

(Parte de este artículo fue publicado originalmente en revista “La Mano”. En la tercera y última parte de esta nota, nos ocuparemos del Charly solista…)
 

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