No se me da el escribir un obituario; solo quiero decir que la repentina muerte de Palo Pandolfo me pegó fuerte, me pegó como algo personal. No es que fuésemos amigos en el sentido de vernos seguido o de mandarnos mensajes. Pero las veces en que nos encontramos para una entrevista o cuando compartimos una charla en una escuela de periodismo, o intercambiamos un par de frases en la antesala de un recital, sentí que compartíamos una misma visión. De la vida, a grandes rasgos, y también de la música y del arte en general. Tuve siempre la sensación de que Palo era curioso, que le gustaba explorar posibilidades y alternativas, y eso se notaba en sus canciones, que tenían un toque de realidad citadina y a la vez de misterio y exploración. Siempre recuerdo el impacto de un tema suyo llamado “Todos somos el enviado”, una reafirmación del potencial que cada una de las personas tiene dentro de sí para exprimir al máximo las posibilidades de nuestro pasaje por la Tierra.
Lo vi por primera vez cuando comandaba Don Cornelio y la Zona, en un antro céntrico llamado Medio Mundo Varieté, en plena mitad de los ’80. Un trasnoche en que las paredes supuraban vapor de decenas de cuerpos unidos en un ritual pagano de exorcismo existencial, junto a esa banda que no daba ni pedía respiro. Un rock visceral y oscuro, extrañamente reconfortante.
Palo entró de lleno en los ’90 con Los Visitantes, una banda con un sonido quizás más estilizado y accesible, pero no por eso menos agudo en su expresión. Recuerdo clásicos como “Tanta trampa” y “Gris atardecer”, con sus pinceladas de situaciones urbanas y relaciones al límite entre la pasión y la cotidianeidad disfuncional. Y recitales que conmovían por la entrega total de los músicos en pleno.
Un momento especial de su carrera fue su iniciación como solista con dos álbumes que atesoro hoy como el primer día: A Través de los Sueños, esa clase de discos cuyo epítome tal vez sea Artaud de Spinetta, donde el artista para la pelota y se examina por dentro, mira lo que lo rodea, reflexiona sobre su lugar en el mundo y entre las personas y es como un barajar y dar de nuevo. Sentí algo similar al escuchar Antojo, su disco de versiones, donde le puso su sello a temas que ya tenían muy a fuego la impronta de sus compositores, como “Hipercandombe”, de Charly con La Máquina de Hacer Pájaros, o “Cenizas a cenizas”, de David Bowie y hasta el “Sueño con serpientes” de Silvio Rodríguez. Con Tito Losavio de cómplice, en el rol de productor, Palo les dio una nueva proyección.
Confieso que le perdí un poco la pista al Palo de los últimos años. No por sentirlo menos relevante – ¡qué va!- sino porque entre la marea de ediciones discográficas, siempre planeaba guardarme un tiempo para apreciar en detalle su música más reciente. Esos placeres que postergamos porque son especiales, sin tomar en cuenta el famoso Carpe Diem: ¡aprovecha el día!; ¡Hazlo aquí y ahora!
Como sea, su voz inconfundible siempre me llamó a un momento de silencio y atención. Sentía que nos debíamos un nuevo encuentro para ponernos al día, con su música, sus visiones y ese toque de sano humor irónico que llevaba a flor de piel.
Palo querido, te voy a extrañar un montón.